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No llegó a ser médico y no llegó a ser clérigo. Pero desde su casa de Downe, en
Inglaterra, escribió “El Origen de las Especies” y cambió para siempre nuestras
nociones sobre la diversidad de la vida. No suele recordársele tan a menudo como a
otros, pero si alguien es responsable de la manera en que vemos el mundo en el siglo
XXI, ese alguien fue Charles Darwin.

Un viaje y un libro
Más por chiripa que por méritos, un joven Darwin se embarcó como naturalista en el
HMS Beagle, un buque con la misión de cartografiar zonas desconocidas de la costa
sudamericana. Los cinco años de viaje sirvieron a Darwin para observar y recopilar
una cantidad enorme de datos, en la más pura tradición decimonónica del naturalista
solitario.
Pero el verdadero viaje comenzó cuando Darwin, ya casado e instalado en una
cómoda casita en Downe, Inglaterra, se dedicó a reflexionar sobre lo que había visto
en sus viajes. Las colecciones que se trajera, una incansable correspondencia con
otros colegas, y sus lecturas anteriores, fueron cristalizándose a lo largo de los años en
un tratado exhaustivo, sólido como una roca, donde Darwin ofrecía, no un inacabable
tomazo descriptivo de criaturas vistas, sino una síntesis genial de la fuerza subyacente
tras toda aquella asombrosa diversidad de plantas y animales. Un tratado que vería la
luz en 1859, tras muchas vacilaciones del propio autor, bajo el título de The Origin of
Species. Un libro que cambiaría para siempre el mundo.

The Origin of Species aportaba una idea nueva y crucial a otras que ya se discutían en
los círculos científicos del momento. Que las especies cambiaban con el tiempo no era
desconocido; había pruebas abundantes allá donde quisieras mirar, complementadas
con los datos de criadores de perros, de ganado o de caballos. Pero se ignoraba por
completo por qué las especies cambiaban. Darwin aportó esa pieza que le faltaba al
puzzle con su idea de la selección natural (descubierta prácticamente a la vez por
Wallace). Dicho así, no parece gran cosa; pero las ramificaciones de la teoría
propuesta por Darwin sacudirían hasta los mismísimos cimientos toda la civilización
occidental, y posteriormente, todo el mundo.

Inercia contra evidencia
Darwin era minucioso hasta un punto obsesivo. Su trabajo se basaba en miles de
observaciones, en mediciones cuidadosísimas, en conceptos trabajados hasta la
extenuación. Su propia teoría era fuente de angustia para él porque reconoció
inmediatamente sus implicaciones teológicas: la selección natural podía explicar por
sí misma la existencia de absolutamente toda la diversidad biológica del planeta.
Obviaba la necesidad de una creación especial. Y planteaba la existencia de un
ancestro común a partir del cual evolucionó toda la vida que vemos actualmente en la
tierra. Era, en suma, una bofetada en la cara de todos los mitos de creación de todas
las religiones del mundo.

Darwin mismo, profundamente religioso, tardó mucho en librarse del tormento
espiritual que le produjeron sus ideas. Pero el peso de la evidencia era excesivo; la
elegancia de la solución, el ajuste de los datos observados, y la fuerza lógica de la
idea, no podían ser negados por nadie intelectualmente honesto, y Darwin lo era.
Hubo resistencia a su idea, como es lógico; siempre la hay, en todos los estamentos,
cuando se anuncia un cambio tan radical en nuestra concepción del mundo. Y en la
sociedad de Darwin, religiosa y antropocéntrica, su idea no podía ser menos que
subversiva: se estaba poniendo al Hombre, al Rey de la Creación –según los textos del
momento-, en el lugar que le correspondía: una especie más entre muchas, que había
llegado al planeta por los mismos medios que una medusa, un gallo o un abeto. Era
impensable. Peor, era ofensivo.

Pero era cierto. Las pruebas estaban allí para todo el que quisiera verlas. Las
argumentaciones de Darwin eran claras, rigurosas y apoyadas por datos
abundantísimos, suyos y de otros científicos. Pronto el estamento científico reconoció
el poder de la teoría, y en cuanto esto ocurrió, las ciencias biológicas empezaron a
avanzar a pasos de gigante.

No sólo ellas; pronto todas las demás ciencias empezaron a corroborar las teorías de
Darwin. La teoría de la evolución se vio respaldada por datos aportados por la física,
la paleontología, la botánica, la química, la embriología, la geología, la ecología,
incluso las matemáticas. Toda teoría debe sufrir un asalto despiadado de expertos que
tratarán de refutarla; es parte del proceso científico. La teoría de la evolución salió
robustecida de todos los exámenes críticos a que fue sometida. La inercia intelectual
del momento no pudo con este nuevo impulso en una nueva dirección.

La teoría de Darwin es una de las teorías más robustas que conocemos, a la par con la
teoría heliocéntrica o la teoría de la relatividad. Pero ocurre algo extraño: sabemos
muchísimo menos acerca de la naturaleza de, por ejemplo, la gravedad, que acerca de
los mecanismos de la evolución de las especies. Y aunque nadie pone en duda la
gravedad, hay quien sigue poniendo en duda la evolución, y con ella, las ideas de
Darwin.

El lado oscuro
El darwinismo echaba por tierra muchas y muy serias preconcepciones del mundo.
Mucha gente no pudo desprenderse de los dogmas de fe que se les habían enseñado
previamente. Iban pasando las décadas, el darwinismo no hacía más que refinarse y
robustecerse, y cuando ya todo el mundo académico y escolar lo daba por sentado,
seguían existiendo grupos, e incluso sociedades, que lo rechazaban de pleno, no por
razones científicas, sino pseudocientíficas.

Creacionismo, darwinismo social, diseño inteligente, son sólo algunas de las
pseudociencias que, por la razón que sea, encuentran infumable la idea propuesta por
Darwin y corroborada por toda la ciencia. Las razones para ello son muchas y
complejas, y serían tema de muchos más artículos. Su rechazo proviene en parte de un
deseo casi infantil de no ceder la posición privilegiada del Homo sapiens en el
esquema de la vida, y en parte de la mala comprensión de la teoría de la evolución en sí.

Es una triste ironía que, ya entrados en el siglo XXI, movimientos más agresivos, más
insidiosos y más activos que aquellos que se opusieron a Darwin en el siglo XIX,
estén ganando vigencia en estamentos clave de sociedades tan poderosas como la
estadounidense. Es un toque de atención, también: el poder y la belleza de la teoría de
la evolución han llevado a nuestras sociedades al grado de avance científico y
tecnológico en el que nos encontramos. Pero ese poder y esa belleza nada pueden si
no son dados a conocer, de manera rigurosa, científica y clara, a todo el mundo.

Thank you, Mister Darwin
No nos damos cuenta de la omnipresencia que la teoría de la evolución tiene en el
mundo cotidiano. Como un pez no es consciente del agua, no somos conscientes de
que la evolución está presente en absolutamente todo lo que nos rodea, en todas partes
donde hay vida, y que comprendemos esa evolución gracias a las teorías de Darwin,
ahora refinadas en lo que se llama “Teoría Sintética de la Evolución”. Gracias a la
comprensión de los mecanismos que dan lugar a la biodiversidad, entendemos cómo
funcionan los seres vivos, cómo se interrelacionan entre sí, cómo se ramifican. Somos
más conscientes que nunca de nuestra posición en el planeta. Todo gracias a un
erudito enfermizo y cuidadoso que pasó treinta años escribiendo el libro más
influyente del siglo XIX: El Origen de las Especies. Ojalá sigamos siendo dignos de
su esfuerzo.

© Adela Torres 2005

http://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Darwin

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